Page 336 - Virgen del Camino

la vendimia, pero allí la luz era el reflejo del oro de mis sueños y las uvas una
Camino Cañón Loyes
Doctora en Matemáticas y Licenciada en Filosofía. Catedrática
de Lógica Matemática de la Universidad Pontificia de Comillas.
LA VIRGEN DEL CAMINO: EL SANTUARIO Y EL PUEBLO.
Pinceladas de una memoria feliz
La invitación a escribir estas páginas ha sido un regalo porque me ha puesto
delante de una etapa muy hermosa de mi vida, mi propia infancia. Es una
invitación a volver a casa, volver a escuchar los sonidos y las voces con las
que aprendí a hablar, a llorar, a acariciar, a rezar, a vivir. En ese tiempo de
infancia mi casa no era solo el hogar familiar, también lo era el pueblo, sus
gentes y sus calles de barro, mis amigos o lo que es lo mismo, todos los niños
del pueblo.
Lo que aquí he expresado son pequeñas narraciones de vivencias que
han emergido cuando me he dado el tiempo para abrir las ventanas y los
balcones de aquellos años y he dejado entrar la luz en los rincones de mi
propia biografía. He elegido los que guardan la huella del Santuario y de la
imagen de la Virgen del Camino. Quien los lea podrá construir un apunte
con el interior de la iglesia y otro con el exterior y, de alguna manera, lo
que significó en el periodo de tiempo al que me refiero, aquel Santuario y la
transición al actual, para la vida de un pueblo y, más en concreto para los
que se hacían adultos en él.
Vaya por delante pues, mi gratitud sentida y honda para Covi Carcedo y
quienes, con ella, han liderado esta iniciativa.
LA SEMILLA SEMBRADA
En aquellos primeros años cincuenta, mis ojos se alegraban cada año con la
luz sonriente en primavera, la estación que me acogió al nacer. En verano
los cantos de las cigarras se unían al olor de la cosecha y a la escucha de las
palabras que la recogida de los cereales y de las legumbres traían consigo.
Una experiencia de apropiación de lo que lenta e imperceptiblemente me
introducía en el mundo de la vida. Algo parecido sucedía en el otoño con
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invitación a contarlas y a afinar en los sabores: las blancas, las de injerto, …
Pero quizás lo que se me metía más dentro era la claridad de las mañanas
frías en los días cortos del invierno. El blanco intenso y luminoso de la nieve
tejía, sin hacer ruido, un manto suave que cubría los tejados, los árboles, los
arbustos y las calles. Era un regalo y, también, un desafío.
Era un regalo para compartirlo con los demás niños. La nieve nos
proporcionaba posibilidades nuevas de jugar, de medir nuestras fuerzas
lanzándonos bolas suaves o duras según el efecto que quisiéramos provocar.
Y, también, era todo un desafío. Salir de casa, caminar por el pueblo o ir a
la era a jugar estaba lleno de riesgos: resbalones, hielo escondido, caídas
no calculadas. Todavía recuerdo cómo me agarraba a mi padre con fuerza
cuando, sentada sobre sus hombros, me llevaba a la casa de alguna de
mis tías o de mis amigas para no paralizar mis juegos. Aquellos silencios de
los días de nieve dejaron una huella profunda y suave reconocible en mis
modos de relacionarme con los silencios de la vida.
Acudir al Santuario en invierno para participar en alguno de los actos de culto
del día se volvía también un reto. Lo acometíamos solo si se habían abierto
senderos para salir de las casas y para andar por las calles de barro o por
los trozos de carreteras que articulaban el pueblo. Hacíamos nuestros viajes
calzando zapatillas calientes enfundadas en madreñas que se quedaban
pequeñas de un año para otro. Los soportales del Santuario paralelos
a la carretera principal estaban cerca de casa y, llegar allí significaba
haber triunfado; estaban secos y podíamos jugar en ellos antes de volver
a casa. El milagro se realizaba cada vez que, al salir del Santuario, en un
lugar próximo a la pila del agua bendita, con la que hacíamos la señal de
la cruz al entrar, los pies pequeños encontraban sin tropiezo sus madreñas.
Al entrar las habíamos dejado sin ningún orden especial y permanecíamos
en zapatillas en el interior del templo; las madreñas eran como el perro fiel
que espera y que distingue a su dueño entre muchos. Eran nuestras amigas,
ellas se encargaban de cuidarnos asegurando que volveríamos a casa sin
humedad y así generábamos una relación de cuidado mutuo. Con el paso
de los años, cambió el tipo de calzado amigo de la nieve y se transformó en
botas katiuskas, altas, negras y brillantes, hasta que, a los 10 años, para ir al
colegio en la ciudad, mis pies calzaron zapatos de piel resistentes al agua y
a la nieve.
Quizás hayan sido estos procesos de belleza y riesgo, uno de los puntos de
apoyo que me han posibilitado recorrer sola, no ya caminos de nieve sino
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