Page 345 - Virgen del Camino
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María era para nota. La Virgen incluía en su bronce tres misterios: sus manos obra, esa “caja de piedra” que alberga la imagen de un Hijo muerto en
juntas supuestamente sujetando una paloma, con lo que quería decir que brazos de su Madre, sigue ofreciendo cobijo a los peregrinos que hoy, ya sin
acogía al Espíritu Santo, el pedestal lejos de sus pies afirmando su Asunción sayal marrón, buscamos en ella el calor de la fe y el saludo fraterno de la paz.
y, quedaba todavía la corona de Reina en lo alto. En fin, era, según nos
decían la representación de los misterios gloriosos. Los otros, los dolorosos y
los gozosos, se “decían de otros modos”. Los primeros en unas vidrieras en
la capilla de la Virgen de Guadalupe de la entrada. Los había hecho un
dominico también bajito, o eso nos parecía, el Padre Iturgaiz, el mismo que
había hecho un mosaico de la Virgen en una pared a la entrada de la Capilla
provisional. Los misterios gozosos tenían su sitio en el gran portón de bronce
que daba acceso al templo. Ese sí lo podíamos ver y admirar también, eso sí,
con la ayuda de un narrador a nuestra altura. Y, además, las puertas de San
Pablo, por D. Pablo, el mecenas, y la de San Froilán, obligada en León. Y la
del Pastor, también obligada en aquel lugar. Y el Cristo del nuevo camarín
y los ambones de mármol y la pila del agua bendita de la entrada con un
pez como en las catacumbas de los primeros cristianos… Por no hablar del
concierto de luces que inundaban el Santuario los días de sol.
Esta experiencia de belleza quedaría incompleta si no recuerdo aquí de
sobrecogimiento que no sólo yo sino todos los que participábamos en
los oficios de semana Santa y, muy particularmente, y la vigilia Pascual,
experimentábamos ante canto del Mesías de Haendel. Las voces de los niños
de la escolanía y la fuerza de la música del órgano, en aquel lugar singular,
hacían vibrar la fe que quienes nos habíamos congregado para celebrar
que Cristo, el Señor, había resucitado.
Cuando cada verano contemplo despacio esta magna obra, me brota la
gratitud hacia sus autores Fray Curro (Fr. Francisco Coello de Portugal), Rafols
Casamada, Fr. Domingo Iturgaiz y, en particular, hacia José M. Subirats. Hoy
miro aquello con sonrisa, fue la inmersión en un curso intensivo de simbología
religiosa, cristiana en concreto. Una catequesis de pasajes bíblicos, que
todavía no conocía, pero que cuando los leí nunca fueron solo letra, sino
siempre imagen y luz con sabor a cobre. Alguien me había regalado la
emoción y la armonía de un decir con bronce, piedra y cristal palabras muy
centrales de mi fe. Allí supe que la fe puede esculpirse y mostrarse sin gastarse.
Cuando a mis 12 años participé aquel 5 de septiembre de 1961 en la gran
celebración de la esplanada cantando con gentes llegadas de muchos
lugares: “En pie tu Santuario, en pie tu pueblo, tu pueblo de León, amante
y fiel…”, sentí un orgullo que nunca olvidaré, el de saber que aquella gran
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