Page 344 - Virgen del Camino
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María era para nota. La Virgen incluía en su bronce tres misterios: sus manos                    obra,  esa  “caja  de  piedra”  que  alberga  la  imagen  de  un  Hijo  muerto  en
        juntas supuestamente sujetando una paloma, con lo que quería decir que                           brazos de su Madre, sigue ofreciendo cobijo a los peregrinos que hoy, ya sin
        acogía al Espíritu Santo, el pedestal lejos de sus pies afirmando su Asunción                    sayal marrón, buscamos en ella el calor de la fe y el saludo fraterno de la paz.
        y, quedaba todavía la corona de Reina en lo alto. En fin, era, según nos
        decían la representación de los misterios gloriosos. Los otros, los dolorosos y
        los gozosos, se “decían de otros modos”. Los primeros en unas vidrieras en
        la capilla de la Virgen de Guadalupe de la entrada. Los había hecho un
        dominico también bajito, o eso nos parecía, el Padre Iturgaiz, el mismo que
        había hecho un mosaico de la Virgen en una pared a la entrada de la Capilla
        provisional. Los misterios gozosos tenían su sitio en el gran portón de bronce
        que daba acceso al templo. Ese sí lo podíamos ver y admirar también, eso sí,
        con la ayuda de un narrador a nuestra altura. Y, además, las puertas de San
        Pablo, por D. Pablo, el mecenas, y la de San Froilán, obligada en León. Y la
        del Pastor, también obligada en aquel lugar. Y el Cristo del nuevo camarín
        y los ambones de mármol y la pila del agua bendita de la entrada con un
        pez como en las catacumbas de los primeros cristianos… Por no hablar del
        concierto de luces que inundaban el Santuario los días de sol.

        Esta experiencia de belleza quedaría incompleta si no recuerdo aquí de
        sobrecogimiento que no sólo yo sino todos los que participábamos en
        los oficios de semana Santa y, muy particularmente, y la vigilia Pascual,
        experimentábamos ante canto del Mesías de Haendel. Las voces de los niños
        de la escolanía y la fuerza de la música del órgano, en aquel lugar singular,
        hacían vibrar la fe que quienes nos habíamos congregado para celebrar
        que Cristo, el Señor, había resucitado.

        Cuando cada verano contemplo despacio esta magna obra, me brota la
        gratitud hacia sus autores Fray Curro (Fr. Francisco Coello de Portugal), Rafols
        Casamada, Fr. Domingo Iturgaiz y, en particular, hacia José M. Subirats. Hoy
        miro aquello con sonrisa, fue la inmersión en un curso intensivo de simbología
        religiosa, cristiana en concreto. Una catequesis de pasajes bíblicos, que
        todavía no conocía, pero que cuando los leí nunca fueron solo letra, sino
        siempre imagen y luz con sabor a cobre. Alguien me había regalado la
        emoción y la armonía de un decir con bronce, piedra y cristal palabras muy
        centrales de mi fe. Allí supe que la fe puede esculpirse y mostrarse sin gastarse.

        Cuando a mis 12 años participé aquel 5 de septiembre de 1961 en la gran
        celebración de la esplanada cantando con gentes llegadas de muchos
        lugares: “En pie tu Santuario, en pie tu pueblo, tu pueblo de León, amante
        y fiel…”, sentí un orgullo que nunca olvidaré, el de saber que aquella gran




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