Page 296 - Virgen del Camino

Aquel entramado constructivo daba término con su peculiar acogida a la
población de la “Virgen del Camino” y se abría a la vez al inmenso campo
de cereales, viñedos y otros cultivos menores, abriendo así su propio espacio
hacia un infinito, frío hermoso, que la geografía indicaba que se abría a y a
Castilla toda.
Las páginas que las nuestras deben al libro citado, que dedican escritura
e imágenes, tan enjundiosas, precisas y explicativas, no pocas veces
con brillante literatura, nos obligan a su debida remisión lectora a quien
desee conocer el proceso de la arquitectura del Santuario y del conjunto
constructivo que regían ya los dominicos, francamente encomiable, si se
piensa en ambiciones y tiempo para conjuntar los pocos años en los que
todo se ensambló. Si además queremos matices suficientes, son las páginas
citadas ejemplo de memoria y reflexión por cuanto dan cuentas de los
aspectos materiales con su complejidad inherentes, pero sobre todo de las
personalidades que determinaron la factura que hoy se mantiene, cierto
que más triste y descontextualizada. noblemente presidida por un santuario y
“casa de espiritualidad”, como ahora se llama a la de “Ejercicios” de antaño,
aún vivas de uso y devoción y curiosamente cada vez más, especialmente
la casa emblemática de la Virgen, como un ejemplar testimonio, justo en
el seno de otro de más amplio recorrido como el “Camino de Santiago”
de lo que cabe llamar con precisión la “religión cultural” de España que
crecientemente atrae a muchas más personas, cercanas y venidas para
tal fin desde lejos, de diferentes modos de creencia y hasta increencia,
conscientes de tanta riqueza patrimonial y espiritual común. Es preciso
ordenar el recuerdo de cuatro de aquellos autores indispensable en ese
proceso: el obispo Luis Almarcha, el mecenas Pablo, el padre provincial
Aniceto Fernández y el arquitecto-fraile Coello de Portugal, bajo cuya
batuta cabe rendir honor a los tres pioneros frailes, que in situ se afanaron
con frío y sinsabores por levantar tal fábrica en un páramo y a los artistas que
ensamblaron su excelente obra bajo las órdenes de tan singular arquitecto,
el escultor Subirach a la cabeza, pero igualmente el vitralista y mosaicista,
también dominico, Domingo Iturgáiz.
Sólo cabe, pues, por mi parte glosar o justificar un tanto la idea que
subyace en el título de este apartado. Hemos destacado ya la devoción
popular que pedía la ampliación del viejo templo y las circunstancias que
propiciaron la construcción del nuevo Santuario. Si el propio arquitecto
Coello de Portugal lamentaba la pérdida del edificio de finales del XVII,
cuando al aceptar el encargo del nuevo ya se encontró en la plena
demolición de este, supo, sin embargo, no sólo salvar la hermosa factura
del imponente retablo que albergara la vieja imagen de la Virgen, sino
convertirlo en pieza básica de la fundamentación conceptual que quiso dar
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al conjunto arquitectónico de la Basílica y que se extendió, obviamente con
diferente funcionalidad, al conjunto del complejo. Queremos insistir en esta
idea: sin santuario al que servir, probablemente no hubiera habido historia
dominicana, ni hito singular educativo en aquel lugar y época que llevar a
cabo. Es más, al menos en parte, ese modelo humanístico que presidió el vivir
y el quehacer de toda una generación fue posible, casi milagrosamente,
me atrevo a señalar, por el carácter pionero que aquel nutrido grupo, y sin
duda, de la propia comunidad que pronto llegaría a sustentar el traslado
desde las Caldas de la “Escuela Apostólica” de los dominicos de la provincia
de España para el curso 1957/58, años, cabe recordarlo, en los que las obras
del santuario y del resto del complejo se encontraban en desarrollo. En
efecto, el detenimiento en la visión aérea del santuario y su entorno permite
enfatizar varias finalidades, hijas de su tiempo constructivo y de su innovador
proyecto conceptual, sobre todo cuando juntamos nuestras miradas con la
del conjunto interior, sin olvidarnos de los mensajes de sus puertas y el Cristo
de Subirach. Debo resaltar cuanto antes que este proyecto no puede ser
hijo del Concilio Vaticano II, pues el buen papa Juan XXIII no lo habría de
anunciar, de forma para muchos sorprendente, hasta el 23 de enero de
1959, comenzando sus sesiones el 11 de octubre de 1962, menos de un año
del fallecimiento de pontífice el 3 de junio de 1963, ni siquiera, hasta donde
atisbo, de ningún proyecto pionero grupal de los dominicos españoles sobre
la necesidad del mismo y su contribución a ella, más allá de algunas de sus
personalidades que seguían la evolución teológica francesa, alemana, de
los Países Bajos e Italia, especialmente en el alimento que encontraban los
buenos doctorandos que acudían al Angelicum de Roma, donde cobraban
vida, no sin dialéctica interna, esas luces del progreso teológico europeo.
Con todo, la confluencia de aquellos diversos intereses, formaciones y
sensibilidades estaban poniendo los cimientos de importantes signos de
renovación en una época dura y difícil a un tiempo. Sorprenden, pues, en tal
ambiente, algunos elementos tan interesantes como la propia estructura de
la Santuario, el contraste de ese vetusto retablo barroco, que se ciñe a los
dos muros que lo enmarcan y lo ensalzan a un tiempo, presidiendo una nave
vacía de ornamento, apenas iluminada, eso sí por de forma admirable por la
luz que penetra transformada en el interior contrastando con la natural y tan
simbólicamente poderosa que fuera la mirada hacia esa cumbre que remata
y cubre al altar mayor y emerge sobre el retablo. Todo parece propiciar una
silenciosa espiritualidad, que cabe remontar a la mística europea medieval
que alimentó la dominicana en sus primeras andaduras y que reclama aquí el
singular programa arquitectónico. Tal exigencia conceptual adquiere pleno
sentido, cuando conjugamos la fortaleza de los bronces de la originalidad del
Apostolario y la doble puerta que da acceso al templo con su propia síntesis
catequética del propio Evangelio que Subirach pudo crear igualmente
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